El concepto de maternidad, o mejor dicho, la ausencia de la misma, forma desde hace un tiempo, un elemento fundamental en la concepción de nuestra identidad.
Para quienes frecuentamos estas páginas el concepto de maternidad tiene un significado muy especial, ya que hemos tenido la oportunidad de elaborarlo desde la ausencia, pensarlo y repensarlo desde múltiples perspectivas y ángulos, pero quizá, rara vez, concebirlo como un hecho cultural que ha marcado la historia de la humanidad, y desde el cual, aun en nuestros días definimos el concepto de “mujer” frente a nosotras mismas y frente a los demás.
El concepto de maternidad, o mejor dicho, la ausencia de la misma, forma desde hace un tiempo, un elemento fundamental en la concepción de nuestra identidad, a tal punto que muchos de nuestros pensamientos, esfuerzo, energía y acciones giran alrededor de materializar esta idea, que nos permitiría acceder a nuevas relaciones desde lo individual, en el campo de lo subjetivo, como desde lo colectivo en cuanto a pareja, familia y sociedad.
Es así que los límites entre mujer y madre, se presentan difusos y llegan a constituirse en una amalgama donde uno no se concibe sin el otro. Para, aquellas mujeres, quienes estamos incluidas en un programa de fertilidad, el concepto “madre”, simboliza la realización total, que superaría, con creces, los logros alcanzados en las áreas, laboral, profesional y social. Un concepto que cerraría nuestra identidad, permitiéndonos experimentar un hecho, que es natural para la mayoría de las mujeres, pero que para nosotras resulta un proyecto altamente demandante y agotador, psicológica, física, moral y espiritualmente.
En los próximos párrafos revisaremos esta definición a lo largo de la historia, para ayudarnos a comprender como, principalmente en nuestra cultura, el concepto de maternidad se encuentra enraizado en el inconsciente colectivo, haciendo que nuestra identidad se defina, en muchos aspectos, desde esta concepción. Al mismo tiempo, crear un espacio para compartir la experiencia de encontrarse con otras mujeres que compartimos la misma construcción de la identidad: la maternidad desde un programa de fertilidad.
La noción de maternidad muestra una evolución histórica, particularmente en relación con la imagen de mujer y las nociones de crianza. Las transformaciones que ha experimentado este concepto, lo sitúan como un constructor social que ha tenido impacto en la definición de la identidad de la mujer y su posición en la sociedad. Siendo la maternidad un concepto que se intercambia en el espacio social, su interpretación y repercusión en la experiencia individual es muy significativa, siendo por largo tiempo tal vez la investidura más poderosa para la autodefinición y autoevaluación de cada mujer, aún de aquellas que no son madres.
De acuerdo con Jung la diosa representa un arquetipo femenino, conectando a las mujeres a una cadena milenaria de significados en torno a su identidad. La presencia de deidades hembras aparece como preponderante en un periodo muy antiguo de nuestra historia, época que según hallazgos arqueológicos parece haberse caracterizado por sociedades organizadas, de paz y prosperidad con una evolución social, tecnológica y cultural en ascenso. Algunos teóricos, se han basado en la existencia de dichas deidades y en la forma de vida sedentaria, pacífica y ligada a la tierra como indicadores de una organización "matriarcal. Desde esta perspectiva el universo es visto como una Madre bondadosa que todo lo da y que la tierra en su fertilidad represente a la mujer. Deméter, diosa de las cosechas, representa la maternidad. Su cualidad es la generosidad que encuentra satisfacción en el cuidado y nutrición de otros. Ella estimula, hace crecer, acompaña procesos para reconocer y desplegar recursos de otros o propios.
La mujer célibe pre-helénica (parqeno V), virgen (pero no siempre virgen), es libre con su cuerpo, una salvaje que es necesario "domar" a través de la desfloración. Esta concepción de mujer tiene prestigio en la época pre-helénica. Sin embargo, los griegos no hacen una integración eficaz de la sexualidad, sacralizando la figura de parqeno V, arcaica y convirtiéndola en la "santa mujer". Así la función de Afrodita como diosa de la procreación queda subordinada por completo a su vocación puramente erótica.
Por otra parte, los griegos transforman la visión original de la procreación sosteniendo que es el padre quien engendra, mientras la madre sólo cumple una función de nodriza del germen depositado en sus entrañas.
La teología cristiana con sus raíces en el judaísmo tiene profundas consecuencias en la historia de la mujer. Las primeras provienen del Génesis que muestra una imagen de Eva, susceptible a la tentación y culpable de la desventura de Adán. La mujer del Antiguo Testamento es hueca, débil y caprichosa. En el s. IV, con la influencia de San Agustín, la mujer es vista como un símbolo del mal. El nacimiento mismo de Eva no es autónomo, Dios no elige espontáneamente crearla, sino que está destinada al hombre, para salvarle de su soledad. Ella encarna la carencia del hombre, quien espera realizarse a través de ella.
Estas visiones van conformando un marco de significados de lo femenino, que requieren de una especie de expiación para que la mujer pueda ser integrada a la sociedad ya que ella es indispensable para la prosperidad de la misma. La virgen consagrada y la esposa casta y dócil con una vida de devoción al hijo ofrecen un marco para revalorizar lo femenino necesario para la vida y el orden en la sociedad. La figura de la Virgen María constituye una fuente primordial de identificación y revalorización de la mujer. A través del mito mariano se resuelve nuestro problema de origen latinoamericano -ser hijos de una madre india y de un padre español- al entregarnos una identidad inequívoca en una madre común; santa y sacra, en quien debemos mirarnos. La influencia de la imaginería mariana entregaría una identidad a la mujer, "lo mater" y otra al hombre, "lo hijo". Esta sobre identificación de madre y mujer tiene profundas consecuencias en nuestra cultura.
La visión negativa extrema de esta época y la contradicción que vive respecto de la figura femenina, se refleja en la evitación a pronunciar el nombre de Eva, ya que, una parte de Eva es la desgracia pero otra parte es la vida. La relación entre Eva y María, es este periodo es remota. A una Eva innominada se impone una María inaccesible, alejándola por su maternidad virginal, como modelo cercano a las mujeres.
El discurso en torno a la maternidad está dominado por los aspectos más fisiológicos de la función: procreación, gestación, parto y amamantamiento, reafirmando para la madre la función puramente nutritiva, que la naturaleza le ha asignado visiblemente. La obligación primera de la mujer respecto a la prole es la de traerla al mundo. La esterilidad es vivida como condenación y como punto de ruptura de la unión de la pareja.
Antes de la Revolución Francesa, la maternidad no es entendida como un compromiso con las necesidades de afecto en el niño, sino como función procreadora. Los niños son vistos como seres extraños y animalescos, demoníacos, capaces de lastimar a otros y a sí mismos. El castigo físico está validado como disciplina y el cuidado es entregado a terceros, que generalmente son mujeres porque ocupan un lugar inferior. La crianza infantil a diferencia de dar a luz no confiere ni honor ni jerarquía. Es la burguesía y aristocracia, que empiezan a considerar al niño como inocente y necesitado de protección. Rousseau, que contribuye a inspirar el movimiento romántico en la Revolución Francesa (1789), señala a la maternidad como un objetivo central en la vida de las mujeres, apoyando teorías biológicas de la maternidad como instintiva. Los criterios de crianza son responsabilidad de los padres, la Iglesia y la comunidad, no de las madres. Las esposas son valoradas por su fertilidad, no por su capacidad para criar niños.
En la segunda mitad del s. XIX se identifica maternidad con la crianza. En el s. XX en Estados Unidos las mujeres se organizan con la necesidad de una nueva visión del ideal romántico lo que irónicamente se concreta en el concepto de "ama de casa" (housewife) donde existe una valoración simultánea del hogar y la maternidad. Surge el culto a lo doméstico, donde las mujeres aparecen protegidas, en este contexto privado, bajo la creencia de la Maternidad como moral. Asimismo, surge el concepto de la Maternidad intensiva, como compromiso que requiere dedicación total, gran inversión de energía y recursos, conocimiento, capacidad de amor, vigilancia de su propio comportamiento y subordinación de los propios deseos. Es una tarea de sacrificios pero al mismo tiempo su realización permite la recompensa social.
En la cultura de la madre idealizada, las creencias llevan implícita la identificación entre mujer y madre. La maternidad es el objetivo central en la vida de las mujeres y la naturaleza femenina es condición de la maternidad. Las mujeres son consideradas con una capacidad natural de amor, de estar conectadas y empatizar con otros, señalando a la personalidad femenina como un modelo para un mundo más humano. La maternidad además cumple una función de satisfacción de deseos inconscientes y recompensa para la propia madre, existiendo una complementariedad de las necesidades de madre e hijo.
Otra consecuencia de la maternidad omnipotente es la madre asexuada. La sexualidad femenina fuera de la reproducción o de la disposición a la relación con otros, parece amenazante Nace la temor de que las mujeres experimenten el sexo como un fin en sí mismo y de que éstas puedan rehusarse a la procreación. La mujer tiene poder sobre la vida y la muerte (aborto, anticonceptivas). Surge la necesidad de reforzar la asexualidad, como una influencia benéfica en la constitución de la subjetividad femenina asegurando así, la identidad de madre a hija. Esta dinámica, serviría como base para visualizar la conexión y empatía con otros, como fortalezas o virtudes propias de la naturaleza femenina.
Desde este punto de vista la maternidad empieza a ser contraria a la realización personal. Se disminuye el número de hijos y la opción laboral y actividades fuera del hogar aumentan como tema de la mujer y las madres. Debido a la influencia de la tecnología, la definición del sí mismo experimenta una serie de transformaciones, hacia una visión múltiple, donde los límites del yo y el concepto de persona individual pierden coherencia. El yo no es una esencia, algo unitario, sino un producto de las relaciones en que las personas están insertas por distintos medios.
Lo que surge es el yo relacional, no inmerso en una realidad individual e interna sino en el espacio de relación con otros. Espacios en los cuales, se puede participar o ser excluido por la posibilidad de ejercer las funciones que exige la relación frente a los otros. Es este medio donde la construcción de la identidad como madre adquiere un valor social, que supone tener acceso a espacios relacionales exclusivos en los cuales se es estimado, reforzado y valorizado grandemente, por el ejercicio de la función reproductora, y en los cuales quienes no han concretizado dicha función quedan excluidos. Como consecuencia, aparecen en los excluidos, sentimiento de subvaloración, confusión e incomprensión hacia y desde la propia identidad, asociados, también, a la falta de reconocimiento cómo individuo total y completo por parte de los otros.
Sin embargo, el yo relacional también permite respuestas hacia formas más armónicas de comprensión de los procesos internos y subjetivos, en los cuales, surge una nueva dimensión de la experiencia psicológica, cuya expresión se apoya en el compartir desde el espacio intersubjetivo, los sentimientos, pensamientos y acciones asociados a la condición, seguramente pasajera, de la no maternidad, donde la empatía permite el refuerzo y reconocimiento a la mujer como ser completo y la construcción de una identidad a través de la visión compartida de sus semejantes.
Psi. Zoraida Mendoza, Dhe Consultores
Créditos: Maria Molina. U. de Chile.